Hace unas semanas recibí una alarmante llamada telefónica de Fran, un tipo que dejó de ser mi amigo y socio hace más de dos años. El fin de la amistad tuvo que ver con la procrastinación sistemática de sus deberes en la sociedad y, sobre todo, por una indolente pasividad con respecto a las bases de amistad mutua que existían antes de nuestra colaboración.
En esa llamada, Fran, me dijo que quería disculparse conmigo, que asumía su responsabilidad por la fractura existente entre nosotros, que si me apreciaba mucho, que si yo era un tipo excepcional… y que quería darme un gran abrazo para sellar el fin de nuestro desencuentro.
Confieso que me desconcertó bastante semejante despliegue de súbito arrepentimiento, pero el misterio se desveló cuando me confesó que estaba a punto de ser diagnosticado con un cáncer y que le quedarían meses cuando no unas semanas de vida.
Concordé, supongo que movido por la piedad, en aceptar sus disculpas pero prorrogué unos días el fraterno abrazo porque no me encontraba en la misma ciudad.
Apenas un día después de esa llamada, recibí un mensaje de dos líneas en el que me decía que el diagnóstico, al final, era una falsa alarma: fiuuu!! Fue su último y aliviado comentario sobre su inminente calvario. Ni que decir tiene que nunca más volvió a llamar…
El caso es que me vino a la cabeza el concepto teórico sobre el llamado egoísmo psicológico, que afirma que la conducta del ser humano está fundamentada por motivaciones exclusivamente personales y niega las conductas verdaderamente altruistas.
Según Hans Reichenbach profesor en la Universidad de Wisconsin, todos nuestros deseos están dirigidos hacia nosotros mismos. Siempre que queremos hacer bien (o mal) a otros, tenemos estos deseos orientados hacia los demás sólo de manera instrumental; nos preocupamos por los otros solamente porque pensamos que su bienestar tendrá ramificaciones o consecuencias positivas sobre el nuestro.
Entiendo que esta teoría está abierta a numerosas críticas y repleta de excepciones… o no. En realidad siempre encontraremos una motivación egoísta incluso en la más clara y excelsa acción de altruismo.
A veces parece ser más motivador evitar el triunfo de otros que obtener el nuestro propio, de modo a equilibrar por lo bajo nuestras expectativas existenciales. La envidia, el egoísmo, el maquiavelismo económico y social en el que nos desenvolvemos se superpone al (casi desconocido) placer de hacer el bien, de desear el bien sin esperar nada a cambio.
De este modo, la dualidad altruismo y egoísmo es tan evidente como la luz y la sombra… cuanto mayor y más brillante sea la luz de alguien, más profunda, contrastada y obscura será la sombra que proyecta sobre los demás… a no ser que veamos en esa luz ajena el medio para salir de nuestras tinieblas.
Me pregunto si existirá el altruismo egoísta, ya que hacer el bien o facilitar el bienestar de los semejantes es una suerte de ejercicio que puede mejorar notablemente nuestra propia vida. Es decir, el deseo de que nuestro vecino obtenga grandes beneficios personales es positivo para nosotros también, en un mundo donde la oferta y la demanda no sea medida en bienes materiales o sociales, sino en retribuciones simbióticas de mutuo beneficio moral… Cuánta educación será necesaria!
En el caso de Fran, me alegro sinceramente de que su supuesta enfermedad sólo fuese un desagradable espejismo que le hiciese plantearse qué heridas abiertas debería sanar antes de marcharse e intentar hacer las paces consigo mismo, para su tranquilidad y bienestar eterno.
Pero me deja una cierta sensación de aspereza la egoísta actitud que tomó ya que probablemente nunca habría expresado esa pena y solicitado mi perdón, sino fuese porque se sentía amenazado con una eterna congoja que podría manchar su expediente celestial.
En cualquier caso, y si eso te hace feliz, recibe un abrazo desde aquí Fran.