Al final, ¿A qué se reduce todo?
Frecuentemente pienso que nuestra existencia es como una larga ecuación con tantas variables como personas entran en nuestras vidas, pero donde el orden de los factores, o el momento en el que aparecen, alteran con frecuencia el producto de nuestra realidad.
Es una larga fórmula en la que vamos sumando experiencias, memorias y emociones. Todos vivimos rodeados de incógnitas, elevamos al cuadrado problemas que en el fondo sabemos que no lo son y nos movemos entre relaciones poligonales, donde los ángulos son como aquellas situaciones obtusas de las que tanto deseamos liberarnos o bien son los codos en los que nos apoyamos.
Hay personas que nos multiplican, son exponenciales sin incógnitas que nos derivan hacia mejores versiones de nosotros mismos. Son aquellos que, en el frágil trapecio sobre el que nos balanceamos, representan los espacios llanos, sin mentiras ni oscuros paréntesis en los que ocultarse. Son los que nos incrementan, los que añaden esperanza y nos hacen avanzar.
Pero también están los que nos restan, los que nos dividen el corazón, la mente y la existencia. Son los que nos fraccionan, los que invierten la base de nuestras raíces o principios, disminuyendo el resultado, derivando el algoritmo correcto de nuestra ideal e incesante búsqueda.
Desde que aprendemos a sumar nos enseñan que uno más uno da como resultado dos.
¿Será?
Con el tiempo descubrimos que ese resultado ni siempre es cierto y no porque la expectativa esté equivocada, sino porque el símbolo que une a ambas unidades es tan frágil como nuestra capacidad de mantenerlo inalterable.
Está en nuestro poder determinar si el símbolo en cuestión nos va a sumar, restar, multiplicar o dividir para siempre. Si bien no estamos exentos de cometer errores, al menos tenemos la opción de aplicar la experiencia acumulada para definir los límites de lo que nos debe afectar o no y, sobre todo, el modo en el que nos afecta.
Dicho de otro modo: toda relación es positiva. Nos suma y nos multiplica porque aumenta exponencialmente nuestro resultado final, nuestra destreza y experiencia.
Si no asimilamos que toda emoción es una ecuación positiva, nos dejamos sustraer convirtiendo nuestro corazón en un cociente inconsciente.
Nadie nace sabiendo resolver ecuaciones y mucho menos con dos incógnitas. ¿Por qué será que nos empeñamos en resolverlas a pares cuando ni siquiera hemos resuelto la nuestra propia?
En la base de todo estudio psicológico se encuentra la conocida pirámide de Abraham Maslow, padre de la psicología humanista, que establece las bases del desarrollo emocional incluyendo sus motivaciones y conductas, reduciéndolas a dos grandes grupos:
Las necesidades básicas, que incluyen las fisiológicas, de seguridad y sociales, que tienen un carácter cuantitativo, es decir, una vez satisfechas, desaparecen temporalmente.
Las necesidades de desarrollo son las referidas al desarrollo personal y profesional de cada uno, incluyendo la necesidad de reconocimiento progresivo y consecución de nuestro potencial y capacidades.
Para resolver nuestra propia incógnita debemos completar satisfactoriamente ambos grupos de necesidades, es decir, si no somos conscientes de nuestras propias carencias encontrando las vías de solucionarlas, no dejaremos de exigir a otros que rellenen esos vacíos. Y la ecuación no dará el resultado esperado.
Pero una cosa sí que es cierta y que no se puede reducir a una simple fórmula de cálculo.
Respondiendo a la pregunta inicial del artículo, todo se reduce al amor, empezando por uno mismo, pero integrándolo en los demás, porque el amor incluye y no excluye, multiplica y suma pero no debe dividir y mucho menos restar.
Al final, se trata de un juego de palabras: las matemáticas son una ciencia exacta y la vida no lo es.