Hace unos años, leí en una revista que el mejor método para no ser un pesado en las reuniones sociales, era hablar poco de uno mismo, mostrar interés en los asuntos ajenos por poco interesantes que estos fueran y sonreír siempre que fuese posible y de acuerdo con el contexto social.
Hablar poco de uno mismo incluía un aparte: los temas personales no interesan a nadie, porque cada uno lleva su propia dosis de asuntos intransferibles.
Lo cierto es que este artículo actuó como filtro. De manera inconsciente y durante años, daba por sentado que a nadie le interesaría saber de mis problemas de salud, laborales o emocionales, de modo que evitaba exponerlos indiscriminadamente. Ya en la era de las redes sociales apenas expongo temas o abro discusiones sobre cuestiones que pueden ser de interés común.
Recientemente un anuncio de televisión me ha llamado profundamente la atención por utilizar como eslogan y hacer apología de un concepto radicalmente contrario: el Yoísmo.
En ese comercial de una conocida marca de té, subyace un mensaje que, en sí mismo, no es inmoral ni debe ser molesto para terceros, pero la propuesta de «Deja de pensar tanto en los demás para pensar más en ti» tiene un cierto tufillo a hedonismo egocéntrico que lo hace poco recomendable.
Me recordó que Quién necesita decir Yo Soy, es porque no tiene quien le diga Tú Eres.
El Yoísmo tiene grandes dosis de narcisismo. Pero es la carencia absoluta de empatía por los demás su mejor definición. Son individuos que piensan tener siempre la razón, nunca están errados en sus juicios, son con diferencia los más bellos y están felices de haberse conocido. El mundo debe estar agradecido por su existencia, son expertos en conjugar verbos en primera persona y las cosas hay que hacerlas de acuerdo a sus deseos y caprichos.
En una conversación con un Yoísta, en el caso de que consigas abrir brecha en el tedioso monólogo que usualmente diserta, el Yoísta lo convertirá automáticamente en un Yo Más o en un Yo Peor.
No tendrás oportunidad de relatar tu experiencia porque te usurpará el protagonismo para exponer la suya propia, que es infinitamente más reveladora, más sufridora y más ejemplar.
Si tienes alguna destreza singular de la que sepas que tu interlocutor Yoísta no dispone, no podrás desarrollarla porque, aunque él no sepa de qué estás hablando, siempre se las arreglará para demostrar que tu conocimiento es casual, incomparable con sus profundas experiencias vitales.
Lo tuyo es menor, lo suyo es de valor universal.
Un Yoísta no se reconoce a sí mismo, a no ser que contabilicemos las veces que repite «Yo», se las grabemos y se la expongamos.
Pero corremos el peligro de encontrarnos con otra característica: el Yoísta es un mártir. Ya sea por la nula empatía o por su obsesión en mirarse el ombligo, el Yoísta no puede entender que los demás no lo elogien, no sigan sus ejemplos, no comprendan que posee el don de la verdad absoluta, que está muy por encima de la medi.
El Yoísta sufre, y sufre más que nadie.
Pero hay una subespecie de Yoísta que aún consigue ser más desconcertante: el familiar Yoísta. Son aquellos que por su afinidad parental te cercan, te instruyen para que tu inmunda existencia tenga un ejemplo a seguir, te iluminan con sus ingeniosos pensamientos que sólo ellos ríen, te explican con detalle cómo la palabra dolor, se inventó para describir lo que ELLOS sintieron en sus calvarios de salud, que por supuesto, son ejemplos en complejidad, sufrimiento y desconsuelo. Y claro, usualmente odian a todo el mundo, a sus jefes, a sus compañeros, sus trabajos… y además te explican con detalle sus definitivas razones…
Del «primero YO, segundo YO, tercero YO y si sobra algo, para los demás» que una amiga me aconsejó en plena crisis depresiva, no quedó nada. Apenas una cierta vergüenza ajena por sentir que esa afirmación es propia de personas inseguras, con baja autoestima, carentes de afectos externos, insatisfechos con su vida y desprovistos de bases educativas infantiles de amor, humildad y buenos valores.
Sé que es muy importante darse valor a uno mismo, que sin amor propio no conseguimos dar amor a los demás. Sin embargo este texto habla de los excesos del Yo ajeno, de la exposición irrelevante de nuestra existencia.
Es como si todos y cada uno de nosotros nos hubiésemos convertido en productos que hay que vender a toda costa y aplicamos sobre nuestra realidad un marketing publicitario digno de las mejores marcas de automóviles. Lo que vendemos es pura emoción (Instagram, Facebook, Twitter, Youtube, Snapchat…) e intentamos concebir una marca personal, algo que nos distinga de la gris mediocridad, subimos semanalmente una o varias selfies de perfil a nuestras redes sociales y nos sorprende cuando nadie las comenta.
Tenemos más apego y simpatía por los avatares que usamos que por el individuo que nos mira cada mañana al espejo.
Hay que saber venderse, es cierto. Pero los límites que impone la humildad nunca deberían ser cruzados. William Arruda, especialista en Personal Branding, afirma que la gestión de una marca personal no trata de nuestra promoción personal sino de añadir valor al prójimo.
Y, probablemente, aquí reside el remedio para el Yoísmo. Escuchar y ofrecer elementos de valor a los demás, entender cuáles son sus necesidades no satisfechas de modo que podamos proporcionarles la ayuda, colaboración o servicio que les sea adecuado, independientemente de cualquier otro interés.
Y dicho esto os dejo por aquí, que voy a servirme otra taza de té.