Durante una reciente estancia en California, pasé por la ciudad de Stanford y me pareció necesario visitar la prestigiosa universidad privada que lleva su nombre.
Ochenta y un premios nobel, diecisiete astronautas, veintisiete premios Turing doscientos setenta medallistas olímpicos, veintidós docentes premios Nobel y cinco Pulitzer y un número indeterminado de congresistas, eran reclamo más que suficiente para pasear por la Palm Drive en dirección al campus.
Esta avenida, discurre paralela con la Galvez St. (sí, por Bernardo de Gálvez, el malagueño, héroe de la independencia de los EEUU), está ladeada por dos extensas líneas de palmeras canarias, lo que, ya de entrada, da un sabroso triple regusto español, si consideramos que, siguiéndola, llegas a la avenida principal, Serra St. (sí, por el mallorquín Fray Junípero Serra) y desde la cual puedes entrever la famosa e italianizada fachada neorománica… si bien que recuerda, y mucho, a la arquitectura colonial misionera española, tan común por aquellas tierras.
¿Regusto español dije? Toda California rezuma herencia española, les parezca bien o no a los estrictos rectores de la universidad que han decidido sumarse a la corriente indigenista y borrar al padre Fray Junípero Serra de la historia de California, cambiando el nombre de dos representativos edificios académicos –el Serra Mall y el Serra House– por el de la cofundadora de la universidad, Jane Stanford.
Quede claro aquí que me parece legítimo e inofensivo que una de las diez mejores universidades del mundo altere los nombres que le plazca y que ni siquiera me mueve el instinto españolista ni el sentimiento religioso para redactar este artículo, pues carezco por completo de ellos.
Lo que sí me parece aburridamente absurdo, de una ineptitud tediosa y alarmante es que lo hagan por los motivos que, alegadamente, dicen haberlo hecho.
No olvidemos que estamos hablando de una de las más prestigiosas y rigurosas instituciones académicas del mundo y cometer errores de valoración, conducir al equívoco malintencionado tergiversando la historia contrastable para justificar sus decisiones, no es que sea grave. Es de incompetentes.
En este sentido, el presidente de Stanford, Marc Tessier-Lavigne junto con la mesa directiva, ha movilizado el papeleo federal para sustituir dichos nombres, argumentando que el misionero católico «diezmó comunidades nativas americanas» e «impuso un credo diferente al suyo, usando la violencia».
El comité continúa añadiendo que el sistema de misiones creado por el fraile «maltrataba a los nativos americanos de California, se apoyaba en el trabajo forzoso apoyado por las tropas españolas guarnecidas cerca de las misiones que, además, propagaron la sífilis y otras enfermedades que devastaron las comunidades locales»
La universidad de Stanford cuenta con, entre otras, una Escuela de Humanidades y ciencias, pero me pregunto si alguno de los docentes de historia formará parte de la mesa de dirección. Pienso que no, porque esa es la única explicación plausible para tanta desfachatez.
No voy a hacer aquí un recuento de los 309 años de dominación española en los EEUU (sí, la bandera española ondeó durante más años en territorio norteamericano que la mismísima barras y estrellas) ni voy a romper una lanza (como si de un Dragón de Cuera se tratase) por el inmenso legado cultural, exploratorio, toponímico, arquitectónico, agropecuario, descubridor y cartográfico hispano y la extraordinaria contribución española a la independencia de los Estados Unidos, sin la cual, nunca hubiesen llegado a cruzar el Potomac.
En realidad nada de lo anterior tendría valor si lo que afirman de Fray Junípero fuese verdad.
Pero no lo es.
No al menos con la extensa bibliografía que existe al alcance de cualquiera, que describe todo el proceso de estructuración del Camino Real, desde San Diego hasta Sonoma, con el establecimiento de las 21 misiones, presidios (acuartelamientos) y poblados (incluyendo las ciudades de San Diego, Los Ángeles, San José, San Francisco, Santa Bárbara…) y la asimilación que el virreinato de Nueva España hizo de las tierras hasta entonces no exploradas por occidentales y que dieron origen a la California tal y como el señor Stanford se la encontró cuando llegó a California llamado por la fiebre del oro. Digamos que se encontró con todo el trabajo básico ya hecho.
Debo recordarles que dichas misiones no tenían como objetivo destruir nada de lo que ya existía, sino que, bien al contrario, la presencia de indígenas en las mismas era voluntaria, jamás obligatoria y ni mucho menos genocida. Lean, por ejemplo a historiadores como Thomas Davis, Antonine Tibesar, Maynard Geiger, Don DeNevi, Noel Francis Moholy o Francis F. Guest.
Varias de esas misiones fueron arrasadas por las comunidades locales, razón por la cual se establecieron tres acuartelamientos protectores, que no invasores, en la franja pacífica californiana: San Diego, Monterey y San Francisco.
¿Que los neófitos debían trabajar en las misiones? Sí, claro, para ganarse el sustento, pero dentro de normas y horarios regulados e iguales para todos. No había esclavitud y no olvidemos que se trataba de culturas propias del neolítico (cazadores recolectores) que se encuentran de repente con el barroco tardío de una civilización extraña. ¿Qué tenían derecho a su propia autodeterminación? Pues claro que sí, pero una vez más no podemos cambiar los avatares de la historia ni mucho menos modificarlos a nuestro interés.
Asimilación cultural es una palabra que los descendientes de anglosajones o francoparlantes nunca han entendido cuando de anexar tierras ajenas se trataba. Ellos colonizaron, explotaron y aniquilaron las poblaciones autóctonas, porque debemos recordar que jamás dictaron ni una sola ley en defensa de los indígenas, ni americanos ni de cualquier otro continente que hayan ido a expoliar, muy al contrario de las leyes de Indias, redactadas en el siglo XVI por los Reyes Católicos, no ya en defensa de los indígenas, sino en la equiparación jurídica de los mismos con los ciudadanos españoles. Por eso, señores de Stanford, se trataba de asimilación y no de colonización, siguiendo el procedimiento romano de expansión territorial.
Sin duda que existieron abusos por parte de los conquistadores y muertes provocadas por infecciones, nadie lo niega, pero lo que resulta ignominioso es que precisamente Fray Junípero Serra fue, no sólo el precursor de la civilización occidental en el oeste americano sino el mayor protector de los habitantes que allí se encontraban.
Como descendientes de pueblos genocidas, dejen de dar lecciones de civismo cultural o histórico. Dejen de ser hipócritas con preocupaciones humanitarias cuando bajo la bandera inglesa primero y la norteamericana después no han hecho otra cosa que apropiarse de territorios (de México, por ejemplo), maltratar, discriminar y aislar emigrantes que no lo eran, puesto que ya vivían en América mucho antes que sus antepasados bajasen del Mayflower y más grave aún cuando ustedes mismos sois los verdaderos migrantes invasores.
No me mueve el aliento reivindicativo por lo que voy a obviar en estas líneas todos los aspectos genocidas que caracterizaron la colonización inglesa y la aniquilación sistemática de cualquier asomo de cultura indígena en los territorios de las trece colonias y alrededores.
Me centraré más en el legado cultural hispánico.
Como de universidades trata el tema, no podría dejar de referir que España fue una excepción entre las potencias extranjeras en lo referido a la fundación y financiación de Universidades públicas y religiosas en el Nuevo Mundo.
Portugal no creó ninguna en Brasil -y mucho menos, si cabe- en las colonias africanas, ni tengo conocimiento de ninguna fundada por los franceses. Inglaterra, país que estableció las bases de su imperio en el expolio y el hostigamiento militar a otras naciones con la ayuda de piratas enaltecidos y protegidos por la corona y no en el asentamiento planificado o en la expansión territorial organizada, tardó bastante en crear la primera.
Cuando en 1636 se fundó la Escuela de Teología en Harvard, ya existían una decena de Universidades hispanas funcionando en el continente y que llegarían a más de una treintena si sumamos los colegios universitarios, en el momento de la independencia.
Pero la gran diferencia, además del número de entidades educativas creadas por una y otra potencia se encuentra en que mientras los ingleses destinaban sus centros educativos a la población emigrante, blanca y de élite económica, las españolas estaban destinadas tanto a los indígenas como a la población establecida de origen hispano. Esta mezcla se explica por el carácter asimilador, protector y de mestizaje propuesto por las leyes españolas, frente al carácter discriminador y selectivo de la colonización británica.
Si a alguien le suena raro hacer una comparativa entre la calidad de las universidades inglesas y las españolas, el modelo hispano a seguir en las instituciones americanas era el de la Universidad de Salamanca, que junto a las de París, Oxford y Bolonia suponían el más alto nivel educativo europeo durante los siglos XVI y XVII.
Además y como colofón sobre la delirante afirmación de genocidio premeditado de la que acusan a la presencia española en suelo norteamericano, cabe añadir que una característica importante de algunas Universidades de la América española es que tenían cátedras de lengua indígena, cuyo conocimiento era obligatorio para todos los curas y religiosos que ejercían la enseñanza.
Quiero no obstante manifestar mi respeto y admiración por la institución de Stanford, pero resulta imposible resistirse a no responder con datos reales, aunque limitados por el espacio disponible, a las ruines acusaciones manipuladoras, precisamente porque ya es hora de contar la verdad y no limitarse a repetir las infames falsedades de la leyenda negra.
En definitiva señores de Stanford, que para decir cosas cómicas y sin sentido, ya están vuestros vecinos Minions de Pixar: imagino a Kevin, Stuart y Bob deliberando sobre materia histórica… y el resultado debe ser parecido a vuestra decisión.
Pero al menos ellos tienen gracia.